domingo, 21 de noviembre de 2010

QUÉ SE ESPERA DE UN ANALISTA

por Ricardo Estacolchic(*)

Una cura analítica es eso que se espera de un psicoanalista. De este modo respondió Lacan a la pregunta que se le formuló acerca de los “tipos” de cura y de sus variaciones.
Respondió poniendo el énfasis en el analista y en su formación y no en valorizar las pautas, normas, códigos de procedimiento que podrían dar cuenta de un número de variantes y subvariaciones probablemente infinitas; considerando hechos simples en sí mismos pero no tan simples de sostener consecuentemente, como por ejemplo: que el psicoanalista podrá aceptar el término “caso”, “caso clínico” o “material clínico” en razón de que el uso lo ha impuesto y no obstante lo hará con reservas ya que los “casos” no son coleccionables y en el fondo sólo intersectan particularidades y diferencias.
Si me atrevo a emitir una opinión personal, diré que toda generalización del tipo “la histérica es así” o “el obsesivo es así” o “el paciente border es así” debe aceptarse a título precario y con valor de comunicación, seguramente pobre y que produce toda clase de confusiones.
De modo que una cura se define por ser lo que se espera. ¿Y de quién se espera eso? Del psicoanalista. Yo quisiera poner el acento hoy sobre el fragmento “lo que se espera”.
Inferimos que “se espera” tiene que ver con el “¿qué quiere?” o “¿qué quieres?” y parece entonces que esto debía desembocar años después en la elaboración de la noción del deseo del analista.
El deseo del analista está ligado, anudado, forma cuerpo con el modo en que él lee y elabora el interrogante de lo que se espera.
Esta interrogación y elaboración es constante y progresiva en Lacan, siguiendo a Freud y Ferenczi simplemente a raíz del hecho de que no hay estándar que pueda valer de verdad a efecto de establecer un criterio de habilitación.
Resulta ser que “lo que se espera”, eso que se espera, es una cuestión en sí misma de la cual podemos decir que interroga al sujeto prácticamente en cada una de las circunstancias de su vida, por poco que él se ponga a reflexionar sobre el sentido de sus actos. De manera tal que un sujeto aún en el extremo de la soledad, incluso todavía en el extremo de autorizarse por sí mismo, jamás está solo.
Está acompañando por eso que se espera de él, aún cuando no haya ningún ser concreto que enuncie que aguarda.
¿Estás a la altura de lo que se espera?
De manera impensada quizás, y sorprendente, antes del análisis, nos encontramos con el recurso más común del sujeto, recurso que consiste muy simplemente en rodearse de otros sujetos que le formulan demandas explícitas, a efectos de poblar de contenidos algún vacío angustiante que presiente en “lo que se espera”.
De este modo vemos como ese recorrido que es de Lacan, pero está inscripto de manera inolvidable en la estructura subjetiva, se dirige, no a responder a una demanda que apunta a la eficiencia o eficacia, lo cual podría ser culpabilizante pero tranquilizador, sino que, por así decirlo, hace la pregunta y mantiene la pregunta o incluso la pregunta se mantiene sola; cosa que se verifica en los innumerables congresos, comunicaciones y debates acerca de qué cosa es la formación.
Equipararlo o compararlo con la formación del inconsciente como se ha hecho en ocasiones puede ser vistoso pero no llega muy lejos.
Sin embargo creo y repito que es el modo mismo, o el estilo con que el sujeto haya elaborado el impacto del interrogante acerca de lo que se espera lo que da una idea del momento de su formación y de su posibilidad de responder a la palabra auténtica del otro.
Voy a transcribir algunos párrafos de un cuento de Borges “El hacedor”.
Se nos dice que el protagonista era un hombre que jamás se había detenido en los goces de la memoria, no se complacía en examinar recuerdos ni impresiones. En síntesis, un tipo que tomaba la vida así como ella se le presentaba. Ese es el clima, un individuo que no se hacía preguntas. “Las impresiones resbalaban sobre el momentáneas y vívidas, el bermellón de un alfarero, la bóveda cargada de estrellas que eran Dioses, la luna, de la que había caído un león, el sabor de la carne de jabalí (...) la cercanía del mar o de las mujeres, el pesado vino
cuya aspereza mitigaba la miel, podían abarcar por entero el ámbito de su alma.
Era ávido, curioso, casual, (...).” Traducimos que su única ley era el goce inmediato, que enfrentaba los asuntos sin indagar ni perder tiempo en preguntarse si eran verdaderos o falsos.
Pero un día advirtió que iba quedándose ciego. “Recién entonces descendió a su memoria, y logró extraer de aquel vértigo un recuerdo perdido que nunca había examinado, salvo, quizás en un sueño. Otro muchacho lo había injuriado y corrió a contarle a su padre. Este lo dejó hablar como si no escuchara o no comprendiera, y descolgó de la pared un puñal de bronce, bello y cargado de poder, que había codiciado furtivamente. Ahora lo tenía en sus manos y la sorpresa de la posesión anuló la injuria padecida, pero la voz de su padre le estaba diciendo «que alguien sepa que eres un hombre» y había una orden en la voz. La noche regaba los caminos; abrazando el puñal, fue a buscar al otro y lo mató, mientras se soñaba Ayax y Perseo poblando la noche de heridas y batallas”.

Voy a permitirme ahora un descenso a la memoria que tengo de un combate de boxeo que se realizó hace unos 30 años. Los rivales eran el argentino Oscar Bonavena y Casius Clay. La superioridad del americano era abrumadora. Ni un golpe de suerte, ni un milagro hubiera podido revertir el resultado. Uno lo veía a Bonavena dando ciegas embestidas mientras el otro mucho más diestro y ágil no se dejaba hallar, y al mismo tiempo golpeaba y golpeaba.
Creo que nunca vi un combate tan desparejo. Sin embargo Bonavena cayó vencido sólo en la última vuelta, no sin haber recibido un castigo terrible. Pero lo que me resultó conmovedor, lo que voy a recordar como verdadero y me mostró ese punto sensible de la subjetividad donde el sujeto está atento a la pregunta de haber estado a la altura, fue, que no bien reaccionó, apenas recobró la lucidez después del último definitivo y demoledor golpe en la quijada, Bonavena preguntó: -¿¡Decí, decime la verdad, me jugué o no me jugué!?-.
Aprovecho y agradezco el recuerdo y la imagen que conservo de ese niño grande que era Bonavena para decir que ante la interrogación del Che vuoi? uno está frente a la elección de ser incauto de lo real o incauto de su infantilismo. Se espera del psicoanalista que su análisis lo haya llevado al menos a no decidir demasiado a menudo por su infantilismo. Este es un asunto difícil porque ocurre que el infantilismo nos está esperando para arrullarnos en cuanto olfateamos apenas la pregunta de “lo que se espera” , y eso es algo que uno escucha todos los días.
¿Soy una buena madre? o ¿padre, esposo, hijo?
No hace mucho una analizante afirmaba con mucho fervor que ella quería de una buena vez por todas ser adulta, dejar de ser una niña en todo sentido, pero deseaba “saber” cómo hacerlo; cerré ese fragmento de diálogo diciéndole que la suya era una demanda de niña. ¡Cualquiera sabe!
El infantilismo aguarda además allí donde el simbólico aparece con mayor consistencia imaginaria e incluso cada vez que reclamamos una filiación: si soy un buen Montesco habré de odiar frenéticamente a los Capuletos y más todavía, aunque no haya visto a ninguno de ellos jamás y sospecho que pueda haber alguno bueno; como quien dice: “yo conozco un judío bueno”. No va a haber ninguna virtud que pueda extraer a los Capuletos de la esfera de mi rencor, porque yo baso mi ser y mi filiación en esa pertenencia y por lo tanto en ese odio ciego e infantil.
Esta especie de omnipresencia del infantilismo deja sus huellas aquí y allá y también lo hace en algunos papeles que los psicoanalistas escribimos. Daré un ejemplo más, para finalizar, está tomado del libro de Colette Soler, “Finales de análisis”. Dice allí como ella imagina un sujeto al final del análisis. Se nota que su opinión está influida por algunas exageraciones del propio Lacan y de su declarada y un tanto ampulosa admiración por el personaje Antígona.
¿Cómo concibe Soler al sujeto finalizado su análisis? Dice, aludiendo, después de Lacan, al libro de Paulham “El guerrero aplicado” que se trata de un personaje que hace lo que hay que hacer. “Está en la guerra y bien, hace la guerra, sin hacerse preguntas, sin hacérselas al Otro, sin pedirle explicaciones a nadie”. Es verdaderamente, dice Soler, “una figura nada simpática, que no está hecha para gustarle al neurótico. Es una persona resuelta que llega a la obstinación”.
Por mi parte sugiero atender un momento, al recurso ingenuo pero efectivo a veces, de agitar ante nosotros un monigote llamado “neurótico”(2). Esta es una señal perentoria hacia los chicos buenos de la parroquia, esos mismos que se desviven en un reclamo de filiación; a semejante lector seguramente todo lo que haga “Neurótico” va a parecerle erróneo cuando no
estúpido y todo eso que Neurótico no haría tiene por lo tanto excelentes perspectivas de parecerle avanzado y subversivo. Esta es una variante de un falso silogismo conocido desde hace siglos como argumento “ad hominem”, el cual consiste en resumidas cuentas en: “descalificar lo que él dice porque es él quien lo dice” y sabemos por hipótesis que él, es “El Neurótico”.
De modo que estamos ante un individuo que hace lo que hay que hacer. HAY !vaya uno a saber el montón de cosas que oculta ese HAY!
Él, ya curado de su neurosis, cuando está en la guerra hace la guerra, sin preguntarse nada, es un guerrero aplicado, como quien dice un chico aplicado, por no decir un imbécil total, o algo peor.
¿Y si se trata de lo que aquí se conoció como “guerra sucia”? Es sabido que los valerosos combatientes no se hacían preguntas, hacían “lo que hay que hacer”.
Dejando eso de lado nos servirá para ver el dibujo que es posible formar cuando el sujeto recurre a una fantasía infantil de omnipotencia en el momento mismo es que es conminado a hablar en orfandad o quizás a servirse del padre, como si estuviera en banquete donde “servirse” no significa atiborrarse, uno puede servirse con discreción.
Sea como fuere, ha ocurrido que en el legado de Freud y de Lacan aparecen cada tanto metáforas donde se sugiere el heroísmo, el enfrentamiento con fuerzas
abismales ante las cuales uno podría retroceder. Todo lector familiarizado conoce algunas admoniciones a “no retroceder” o a que el analista podría sentir horror de su acto.
También ha sucedido que nuestro pensamiento está poblado de metáforas que podríamos llamar de obstáculo y atravesamiento; para nombrar unas pocas, la barrera de la represión, de la censura, la “roca viva”, el “más allá”, las barreras de la belleza y del bien, el atravesamiento del fantasma, inclusive “el pase”.
Si existen las admoniciones quizás es porque Freud y Lacan han visto que uno estaría tentado a retroceder, que ellos mismos han sido tentados. Un análisis lleva a modificar cierto número de especificaciones con que uno ha regido su existencia, a entender que buena parte de esas cláusulas son o bien descartables o bien bastante problemáticas. Se espera que el analista en su
propio análisis no haya retrocedido ante esos descartes. Sin embargo si Freud y Lacan han visto bien en esa zona oscura, y así lo creo, es porque aun cuando el análisis personal del analista haya finalizado, esto no lo inmuniza para siempre contra la inhibición el síntoma y la angustia.
Si las admoniciones tienen alguna razón de ser es porque se espera que su deseo de analista no se recubra de amor, odio o ignorancia, cosa que no es segura, aún cuando el análisis haya llegado a su fin, y es por eso que puede afirmarse que lo interminable es la formación, que hay un final del análisis pero no de la formación.
(*) Psicoanalista. Miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires. (fallecido)
(1) Presentado en el Coloquio de Verano de la Escuela Freudiana de Buenos Aires
“Variantes de la Cura Tipo”
(2) Recurso ya caracterizado con razón por J. Jinkis.