Miembro del Tribunal de Disciplina
Colegio de Psicólogos de la Pcia. de Buenos Aires, Distrito XI, La Plata
El consentimiento informado es de muy reciente incorporación en el ámbito de nuestra profesión colegiada: como norma deontológica prescriptiva, de conocimiento y cumplimiento obligatorio, se incluye taxativamente en nuestro Código de Etica Provincial cuando a éste se anexa, con carácter supletorio y en su art.3 inc. "d", el Código de Etica Nacional (Resolución nº 729 del Consejo Superior del Colegio de Psicólogos de la Pcia. de Bs. As., 18-08-2000), aprobado en 1999 por la Federación de Psicólogos de la República Argentina (FePRA). Allí figura, como primera regla, la correspondiente al consentimiento informado.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
No es que hasta el momento los psicólogos hubiésemos carecido de referentes en nuestros Códigos en relación al tema, o que hubiésemos esperado a tener normas categóricas para ser éticos; siempre hemos sabido que nuestro oficio entraña, además de una responsabilidad obligatoria, una obligación responsable; y es justamente desde tal responsabilidad que, en esta ocasión, vamos a someter a juicio crítico, la “obediencia debida” al imperativo legal que supone la regla, no sea que por atender formal y burocráticamente a su letra nos llevemos por delante el espíritu que la habita.
Antecedentes del consentimiento informado. Primera vertiente.
Lo de “obediencia debida” viene a cuento, ya que fue el argumento con que pretendieron excusarse los criminales de guerra en el Juicio de Nüremberg.
A partir de las atrocidades verificadas (sobre todo en el campo biomédico experimental) surgieron, como reparación moral de la sociedad en su conjunto, una serie de normas éticas (Código de Nüremberg; 1947), base insoslayable de los códigos profesionales posteriores, y cuya primera regla se refiere al consentimiento voluntario. Etica social en juego; ética profesional deontológica; área inicial entonces en relación a la medicina y la experimentación.
El “respeto por la persona humana”, como noción resultante de este novedoso posicionamiento moral, posibilita convenir, enunciar y promover los DDHH en lo que ahora se reconoce, dentro de las prácticas profesionales, como interacciones (dialógicas) intersubjetivas, que ya no toman al otro como objeto de una práctica, sino como un sujeto igualitario, caracterizado en razón de su libertad y dignidad. El modelo paternalista (clásico; vigente desde la Antigüedad) de la relación profesional, efectuado desde el principio filosófico de la beneficencia –y no maleficencia- (hacer el bien por el otro, aún sin su consentimiento), deja lugar a un nuevo modelo basado en el principio de la autonomía, expresado en una relación contractual, donde el semejante aparece como el titular de sus derechos (a contemplar y respetar).
Se acrecienta la significación del concepto de persona; de ciudadano; de usuario de servicios; las minorías (también las de los pacientes; década del ‘60, EEUU) comienzan a tener un lugar incipiente en el discurso político de la época, que toma en cuenta los derechos civiles y de los consumidores. “El ocaso del paternalismo y la mayor participación del paciente en las decisiones plasman nuevos modelos de relación terapéutica que apelan al principio de autonomía, el cual no sólo es doctrina moral sino también requerimiento legal (consentimiento informado) en muchos países; ...; el sustancial aporte de la Bioética a la medicina (aunque su influencia se extiende a las profesiones vinculadas con la salud mental), introduce la noción de sujeto moral, es decir, la consideración del paciente como agente racional y libre, a quien se le debe respetar sus derechos a saber y decidir, bajo la fundamentación del principio de autonomía” (Mainetti).
La otra vertiente a considerar como determinante, en el énfasis progresivo que conlleva la atención sobre el consentimiento informado, remite a los juicios por Mala Praxis, a partir de la asunción de estos nuevos derechos (al conocimiento y a formar parte de las decisiones que los involucran) por parte de los pacientes. Existen al respecto, también estudiados desde la Bioética, casos paradigmáticos (Tarasoff).
Nos referíamos al principio, a la innovación que supone la inclusión específica de esta temática para la moral profesional de los psicólogos; pero recordemos que es así en primer lugar para nuestra sociedad toda, quien hasta no hace mucho más de medio siglo (Nüremberg) no se había expedido resolutivamente al respecto; y similar criterio se expone para los DDHH en general.
El reconocimiento y respeto a la autodeterminación de los pacientes, según vamos viendo, no era prácticamente considerado en la concepción de paternalismo beneficente que nos ha venido acompañando desde siempre, y que recién a comienzos de los ‘70 comienza a revisarse críticamente (en EEUU). Señalemos que para nuestra Latinoamérica hay que sumar, a la inercia que resiste las innovaciones, la tradición conservadora de la iglesia católica; la continuidad, para el médico, del aura sacerdotal indiscutida; y también formas paternalistas-autoritarias de gobierno, que no han precisamente alentado democratizaciones sociales y/o individuales en el interior de las diferentes prácticas profesionales.
Si recapitulamos brevemente lo hasta aquí estimado, apreciamos en este análisis que una línea subraya (a partir del campo de la medicina y de la experimentación biomédica), el rescate de la persona humana en su dignidad y libertad, de donde se revela un sujeto jurídico inviolable como persona y como ciudadano, titular de sus DDHH en general. Luego, a partir del aporte de la Bioética a la medicina, se introduce el sujeto moral autónomo (como ya dijimos, caracterizado como racional y libre).
Y en la otra línea, los juicios por mala praxis que comienzan a sucederse, nos indican que este sujeto jurídico y moral, instalado en sus derechos ahora reconocidos (y que por cierto representa para todos nosotros el progreso moral y civil de nuestras leyes) aparece, en el campo de la “litis” profesional, reclamando por supuestas transgresiones a la observancia de tales derechos. Y esto es vivido por los profesionales, al mismo tiempo, tanto como una coacción al cumplimiento de la regla deontológica, cuanto como una amenaza.
En confirmación de esto último, veamos qué denota el planteamiento editorial que al respecto hace FePRA en su página en la web; allí, en “Responsabilidad Profesional”, se expresa: “En el caso del Consentimiento Informado, muy pocos psicólogos saben que lo hemos incluído en el Código de Etica Nacional, que no reemplaza al Código de una determinada provincia, pero se lo considera un avance en el unificar criterios para consolidar nuestro colectivo profesional. Por ejemplo, el consentimiento informado no estaba en ninguno de los códigos provinciales y por eso se agregó en este nacional. Hace al derecho del paciente a recibir información y tiene que ver con un acto libre y voluntario. Esto es más fácil decirlo que hacerlo, pero es algo de lo que tenemos que hacernos cargo en función de esta realidad de judicialización de las prácticas profesionales”(los subrayados me pertenecen).
Observemos que, al mismo tiempo, se señala la ignorancia, el desconocimiento de la regla (por no hablar de sus fundamentos); se reconoce la dificultad de su cumplimiento; pero igualmente se impone el mandato en previsión de consecuencias legales (cumplir no se sabe bien qué; ni de qué modo; ni desde qué bases, pero igualmente cumplir la regla, bajo amenaza de perjuicio).
Las dos vertientes históricas del consentimiento informado (ya aludidas) reaparecen aquí, prácticamente sin ninguna superación en su expresión, dicotomizadas entre una aceptación plena (social; profesional; y personal) por parte del psicoterapeuta, de los DDHH que reconoce en el sujeto de su práctica (sujeto jurídico y sujeto moral libre y autónomo); y una propuesta profesional-instrumental (que además debe ser desde él incluída) de mero cumplimiento burocrático y formal, deontologista, legalista, claramente a la defensiva (aún cuando sea realizada supuestamente en reconocimiento de los derechos a la autonomía del paciente).
Así planteada la situación, encierra una trampa lógica: el solo cumplimiento de la regla (irreprochable, inexcusable e insoslayable en el ámbito jurídico y moral social), transportada acrítica y coactivamente al ámbito terapéutico, iría realmente en contra del principio de autonomía más profundamente definido. Autonomía del paciente y del terapeuta, quien se vería afectado en lo más profundo de la dirección de la cura que lleva a cabo.
Los psicólogos hemos reconocido desde siempre el valor de la autonomía para nuestros pacientes; pero (y este no es un dato menor), la mayoría incluímos como lectura (desde Freud) en las subjetividades de quienes nos consultan, la dimensión de Inconsciente; de sujeto del inconsciente : y éste no es el sujeto jurídico ni el sujeto moral (racional y libre); aquí la autonomía, más que un valor legal y/o moral a reconocer de entrada, es un hecho a promover, desde una implicación y responsabilización subjetiva; y ocurre en el interior de un proceso terapéutico donde si hay algo de esto que cosechar, será más bien al final que al principio.
Por supuesto que queremos razón, libertad y conciencia para nuestros pacientes; pero no las damos por hechas: todos los días afrontamos en nuestro oficio los obstáculos que impone lo pulsional, lo irracional; como asimismo las leyes, las morales y aún las instancias que de ello (Ello) dan cuenta. Sabemos de las determinaciones que obstaculizan la libertad y al mismo tiempo apaciguan la angustia (la angustia es el precio que se paga por la libertad, y no todos quieren o pueden pagarlo, aún a costa de la esclavitud o la objetalización); en ocasiones nos sorprende lo inconsciente, donde aparece una forma impensada de nuestra verdad, a menudo de manera contradictoria con la de aquél sujeto moral, tan espléndidamente racional y libre, que en algún lugar social se nos reconoce de entrada, por la sola condición de persona, de ser humano (y es bueno, repetimos, que esto suceda, pero en otro lugar).
Si el terapeuta, en “obediencia debida”, bajo coerción por las probables consecuencias jurídicas del incumplimiento, intrusiona (en el marco del tratamiento por él dirigido y tras el ropaje de un acto respetuoso de la autonomía de su paciente) con un contenido que le es propio y en relación a su propio bien, sería equivalente a mezclar iatrogénicamente (tal vez persecutoriamente) diferentes categorías de sujetos (sujeto jurídico/moral/del inconsciente); y esto sí que no es bueno para nadie.
Pero, ¿qué debe decirse, entonces; qué es bueno que se diga? cómo; cuándo; a quién?.
Si la intención fuera cubrirse el terapeuta de un riesgo previsto, tal reaseguramiento podría quizás expresarse en una fórmula inespecífica, general (un formulario), que contemplara (con el debido asesoramiento legal) las variantes posibles del consentimiento informado, a considerar en sus modos y contenidos (capacidades legales; intelectuales; emocionales; etc.); o en una fórmula específica, adecuada a cada caso particular, pero de iguales características e intenciones. Firmado por el paciente al comienzo de la práctica (para garantizar la existencia del procedimiento), debiera ser suficiente para salvar el requisito legal. Pero, al mismo tiempo, estaría ingresando desde el terapeuta (desde afuera; desde “otro”) un contenido ajeno (enajenante?) a las formas y tiempos en que una subjetividad logra desplegarse.
Al decir de un colega: “mientras cumplo con la regla, dónde queda el tratamiento?; y de otro colega: “no me veo con un paciente obsesivo explicándole por enésima vez, para su goce (y mi desesperación!), la diferencia entre, por ej., la terapia primal, la psicología transpersonal y la programación neurolingüística; no solamente estaría actuando yo a la defensiva, sino que al mismo tiempo le estaría haciendo el juego a su resistencia”.
Cómo salir del dilema: si no cumplo, puedo ser demandado y sancionado; si cumplo, altero anticipadamente (desde mí) un campo que debiera estar vacío, en lo posible, como condición para que allí se aloje, a través de un proceso siempre renovado, la posibilidad de una subjetivación responsable, vale decir, que el sujeto en cuestión se responsabilice “de pleno derecho” (Gariglia), no solamente de derecho (o de moral), por su acto.
A todo esto, ¿alguien se habrá preguntado por el respeto a la autonomía del terapeuta?.
Precisemos un poco más; dice el Código de FePRA:
1.- Consentimiento informado.
1.1.- Los psicólogos deben obtener consentimiento válido tanto de las personas que participan como sujetos voluntarios en proyectos de investigación como de aquéllas con las que trabajan en su práctica profesional. La obligación de obtener el consentimiento da sustento al respeto por la autonomía de las personas, entendiendo que dicho consentimiento es válido cuando la persona que lo brinda lo hace voluntariamente y con capacidad para comprender los alcances de su acto; lo que implica capacidad legal para consentir, libertad de decisión e información suficiente sobre la práctica de la que participará, incluyendo datos sobre naturaleza, duración, objetivos, métodos, alternativas posibles y riesgos potenciales de tal participación. Se entiende que dicho consentimiento podrá ser retirado si considera que median razones para hacerlo.
1.2.- La obligación y la responsabilidad de evaluar las condiciones en las cuales el sujeto da su consentimiento incumben al psicólogo responsable de la práctica de que se trate. Esta obligación y esta responsabilidad no son delegables.
Pero también nos dice, en sus “Normas Deontológicas”, que las reglas “no son exhaustivas; no implican la negación de otras no expresadas que puedan resultar del ejercicio profesional consciente y digno”; y que “confrontados con tal situación, los psicólogos deben conducirse de manera coherente con el espíritu de este Código”.
Al respecto señalábamos, anticipándonos, desde el T.D. (R. Nogueira; “Ante la Ley”; 1er. Congreso Provincial de Psicología, Mar del Plata, 1994): “Igualmente provechoso sería, con el tiempo, un seguimiento de la adecuación del Código a las circunstancias novedosas y cambiantes de la realidad que nos convoca, para estimar su eficacia y fundamentar, de ser necesario, su evolución”. Es decir, el Código como un organismo vivo en contacto con la realidad, expuesto a cambios en sus contenidos e interpretación, adaptándose activa y creativamente a los tiempos, como quiere el mismo Código.
Perspectiva del Tribunal de Disciplina.
Desde el T.D. nos alienta una razón práctica que nos hace interesarnos en el tema; vamos a ser nosotros, desde el poder disciplinario conferido por la Ley, quienes debamos expedirnos al respecto; por eso es útil que vayamos reflexionando acerca de estas cuestiones.
En el dictamen correspondiente a una de las causas que entendiera el T.D., D XI, se expresa (1995): “Resulta indispensable...tener en cuenta que la Ley normatiza las responsabilidades profesionales con un nivel amplio de abstracción y generalización, de ahí que las Reglamentaciones y Códigos las tipifiquen para áreas más circunscriptas y específicas. A pesar de esto, el campo de la ética profesional se resiste a una particularización esquemática en su letra, debiendo por lo tanto el T.D., en cada caso, interpretar a su leal saber y entender, desde su más íntima y racional convicción, cuál es el espíritu a rescatar de la norma en cuestión ( en tanto dicho análisis no desatienda o tergiverse su letra)”; y también: “...debemos en estas circunstancias ser especialmente cuidadosos, ya que estamos interviniendo sobre el buen nombre y honor de los matriculados sometidos a nuestra jurisdicción, a quienes debemos asegurar un procedimiento respetuoso y justo, un tratamiento responsable de las causas que pudieran involucrarlos, para intentar lograr que imperen, por nuestra mediación, los criterios de racionalidad, ecuanimidad y rescate del espíritu en que se fundan nuestras normas”.
Desde el margen de libertad responsable que nos dan los anteriores argumentos, el T.D. podrá contribuir extendiendo y profundizando la interpretación de la norma del Consentimiento Informado, a fin que no se soslaye el sentido de su cumplimiento con un simple formalismo defensivo, tal vez iatrogénico; o que su omisión, en los términos solamente generales y puntuales de su expresión (por ej. escrita), no prejuzgue acerca de su cumplimiento efectivo.
Debiéramos analizar, como siempre lo hacemos en la función tribunalicia, el “caso por caso”, desde cada orientación psicoterapéutica (porque todos los casos son diferentes); establecer de qué sujeto se trata en cada práctica; y dejar a criterio y responsabilidad del profesional interviniente el manejo fundamentado de los tiempos, modos, contenidos, interlocutores, cantidad y calidad de información suministrada, oportunidad, etc.
No privar de autonomía a quien justamente aspira a promoverla en sus pacientes, en aras de un cumplimiento que no estaría acorde con las necesidades intrínsecas de su acto, ni con el principio fundamental que anima la regla.
Ni acatamiento acrítico, entonces, ni propiciar un desentendimiento o una desobediencia vacua e inconducente que pudiera incriminarnos.
Lo hemos dicho en otra parte: “Una justicia ciega, pero no por ello corta de vista”.
Antecedentes del consentimiento informado. Primera vertiente.
Lo de “obediencia debida” viene a cuento, ya que fue el argumento con que pretendieron excusarse los criminales de guerra en el Juicio de Nüremberg.
A partir de las atrocidades verificadas (sobre todo en el campo biomédico experimental) surgieron, como reparación moral de la sociedad en su conjunto, una serie de normas éticas (Código de Nüremberg; 1947), base insoslayable de los códigos profesionales posteriores, y cuya primera regla se refiere al consentimiento voluntario. Etica social en juego; ética profesional deontológica; área inicial entonces en relación a la medicina y la experimentación.
El “respeto por la persona humana”, como noción resultante de este novedoso posicionamiento moral, posibilita convenir, enunciar y promover los DDHH en lo que ahora se reconoce, dentro de las prácticas profesionales, como interacciones (dialógicas) intersubjetivas, que ya no toman al otro como objeto de una práctica, sino como un sujeto igualitario, caracterizado en razón de su libertad y dignidad. El modelo paternalista (clásico; vigente desde la Antigüedad) de la relación profesional, efectuado desde el principio filosófico de la beneficencia –y no maleficencia- (hacer el bien por el otro, aún sin su consentimiento), deja lugar a un nuevo modelo basado en el principio de la autonomía, expresado en una relación contractual, donde el semejante aparece como el titular de sus derechos (a contemplar y respetar).
Se acrecienta la significación del concepto de persona; de ciudadano; de usuario de servicios; las minorías (también las de los pacientes; década del ‘60, EEUU) comienzan a tener un lugar incipiente en el discurso político de la época, que toma en cuenta los derechos civiles y de los consumidores. “El ocaso del paternalismo y la mayor participación del paciente en las decisiones plasman nuevos modelos de relación terapéutica que apelan al principio de autonomía, el cual no sólo es doctrina moral sino también requerimiento legal (consentimiento informado) en muchos países; ...; el sustancial aporte de la Bioética a la medicina (aunque su influencia se extiende a las profesiones vinculadas con la salud mental), introduce la noción de sujeto moral, es decir, la consideración del paciente como agente racional y libre, a quien se le debe respetar sus derechos a saber y decidir, bajo la fundamentación del principio de autonomía” (Mainetti).
La otra vertiente a considerar como determinante, en el énfasis progresivo que conlleva la atención sobre el consentimiento informado, remite a los juicios por Mala Praxis, a partir de la asunción de estos nuevos derechos (al conocimiento y a formar parte de las decisiones que los involucran) por parte de los pacientes. Existen al respecto, también estudiados desde la Bioética, casos paradigmáticos (Tarasoff).
Nos referíamos al principio, a la innovación que supone la inclusión específica de esta temática para la moral profesional de los psicólogos; pero recordemos que es así en primer lugar para nuestra sociedad toda, quien hasta no hace mucho más de medio siglo (Nüremberg) no se había expedido resolutivamente al respecto; y similar criterio se expone para los DDHH en general.
El reconocimiento y respeto a la autodeterminación de los pacientes, según vamos viendo, no era prácticamente considerado en la concepción de paternalismo beneficente que nos ha venido acompañando desde siempre, y que recién a comienzos de los ‘70 comienza a revisarse críticamente (en EEUU). Señalemos que para nuestra Latinoamérica hay que sumar, a la inercia que resiste las innovaciones, la tradición conservadora de la iglesia católica; la continuidad, para el médico, del aura sacerdotal indiscutida; y también formas paternalistas-autoritarias de gobierno, que no han precisamente alentado democratizaciones sociales y/o individuales en el interior de las diferentes prácticas profesionales.
Si recapitulamos brevemente lo hasta aquí estimado, apreciamos en este análisis que una línea subraya (a partir del campo de la medicina y de la experimentación biomédica), el rescate de la persona humana en su dignidad y libertad, de donde se revela un sujeto jurídico inviolable como persona y como ciudadano, titular de sus DDHH en general. Luego, a partir del aporte de la Bioética a la medicina, se introduce el sujeto moral autónomo (como ya dijimos, caracterizado como racional y libre).
Y en la otra línea, los juicios por mala praxis que comienzan a sucederse, nos indican que este sujeto jurídico y moral, instalado en sus derechos ahora reconocidos (y que por cierto representa para todos nosotros el progreso moral y civil de nuestras leyes) aparece, en el campo de la “litis” profesional, reclamando por supuestas transgresiones a la observancia de tales derechos. Y esto es vivido por los profesionales, al mismo tiempo, tanto como una coacción al cumplimiento de la regla deontológica, cuanto como una amenaza.
En confirmación de esto último, veamos qué denota el planteamiento editorial que al respecto hace FePRA en su página en la web; allí, en “Responsabilidad Profesional”, se expresa: “En el caso del Consentimiento Informado, muy pocos psicólogos saben que lo hemos incluído en el Código de Etica Nacional, que no reemplaza al Código de una determinada provincia, pero se lo considera un avance en el unificar criterios para consolidar nuestro colectivo profesional. Por ejemplo, el consentimiento informado no estaba en ninguno de los códigos provinciales y por eso se agregó en este nacional. Hace al derecho del paciente a recibir información y tiene que ver con un acto libre y voluntario. Esto es más fácil decirlo que hacerlo, pero es algo de lo que tenemos que hacernos cargo en función de esta realidad de judicialización de las prácticas profesionales”(los subrayados me pertenecen).
Observemos que, al mismo tiempo, se señala la ignorancia, el desconocimiento de la regla (por no hablar de sus fundamentos); se reconoce la dificultad de su cumplimiento; pero igualmente se impone el mandato en previsión de consecuencias legales (cumplir no se sabe bien qué; ni de qué modo; ni desde qué bases, pero igualmente cumplir la regla, bajo amenaza de perjuicio).
Las dos vertientes históricas del consentimiento informado (ya aludidas) reaparecen aquí, prácticamente sin ninguna superación en su expresión, dicotomizadas entre una aceptación plena (social; profesional; y personal) por parte del psicoterapeuta, de los DDHH que reconoce en el sujeto de su práctica (sujeto jurídico y sujeto moral libre y autónomo); y una propuesta profesional-instrumental (que además debe ser desde él incluída) de mero cumplimiento burocrático y formal, deontologista, legalista, claramente a la defensiva (aún cuando sea realizada supuestamente en reconocimiento de los derechos a la autonomía del paciente).
Así planteada la situación, encierra una trampa lógica: el solo cumplimiento de la regla (irreprochable, inexcusable e insoslayable en el ámbito jurídico y moral social), transportada acrítica y coactivamente al ámbito terapéutico, iría realmente en contra del principio de autonomía más profundamente definido. Autonomía del paciente y del terapeuta, quien se vería afectado en lo más profundo de la dirección de la cura que lleva a cabo.
Los psicólogos hemos reconocido desde siempre el valor de la autonomía para nuestros pacientes; pero (y este no es un dato menor), la mayoría incluímos como lectura (desde Freud) en las subjetividades de quienes nos consultan, la dimensión de Inconsciente; de sujeto del inconsciente : y éste no es el sujeto jurídico ni el sujeto moral (racional y libre); aquí la autonomía, más que un valor legal y/o moral a reconocer de entrada, es un hecho a promover, desde una implicación y responsabilización subjetiva; y ocurre en el interior de un proceso terapéutico donde si hay algo de esto que cosechar, será más bien al final que al principio.
Por supuesto que queremos razón, libertad y conciencia para nuestros pacientes; pero no las damos por hechas: todos los días afrontamos en nuestro oficio los obstáculos que impone lo pulsional, lo irracional; como asimismo las leyes, las morales y aún las instancias que de ello (Ello) dan cuenta. Sabemos de las determinaciones que obstaculizan la libertad y al mismo tiempo apaciguan la angustia (la angustia es el precio que se paga por la libertad, y no todos quieren o pueden pagarlo, aún a costa de la esclavitud o la objetalización); en ocasiones nos sorprende lo inconsciente, donde aparece una forma impensada de nuestra verdad, a menudo de manera contradictoria con la de aquél sujeto moral, tan espléndidamente racional y libre, que en algún lugar social se nos reconoce de entrada, por la sola condición de persona, de ser humano (y es bueno, repetimos, que esto suceda, pero en otro lugar).
Si el terapeuta, en “obediencia debida”, bajo coerción por las probables consecuencias jurídicas del incumplimiento, intrusiona (en el marco del tratamiento por él dirigido y tras el ropaje de un acto respetuoso de la autonomía de su paciente) con un contenido que le es propio y en relación a su propio bien, sería equivalente a mezclar iatrogénicamente (tal vez persecutoriamente) diferentes categorías de sujetos (sujeto jurídico/moral/del inconsciente); y esto sí que no es bueno para nadie.
Pero, ¿qué debe decirse, entonces; qué es bueno que se diga? cómo; cuándo; a quién?.
Si la intención fuera cubrirse el terapeuta de un riesgo previsto, tal reaseguramiento podría quizás expresarse en una fórmula inespecífica, general (un formulario), que contemplara (con el debido asesoramiento legal) las variantes posibles del consentimiento informado, a considerar en sus modos y contenidos (capacidades legales; intelectuales; emocionales; etc.); o en una fórmula específica, adecuada a cada caso particular, pero de iguales características e intenciones. Firmado por el paciente al comienzo de la práctica (para garantizar la existencia del procedimiento), debiera ser suficiente para salvar el requisito legal. Pero, al mismo tiempo, estaría ingresando desde el terapeuta (desde afuera; desde “otro”) un contenido ajeno (enajenante?) a las formas y tiempos en que una subjetividad logra desplegarse.
Al decir de un colega: “mientras cumplo con la regla, dónde queda el tratamiento?; y de otro colega: “no me veo con un paciente obsesivo explicándole por enésima vez, para su goce (y mi desesperación!), la diferencia entre, por ej., la terapia primal, la psicología transpersonal y la programación neurolingüística; no solamente estaría actuando yo a la defensiva, sino que al mismo tiempo le estaría haciendo el juego a su resistencia”.
Cómo salir del dilema: si no cumplo, puedo ser demandado y sancionado; si cumplo, altero anticipadamente (desde mí) un campo que debiera estar vacío, en lo posible, como condición para que allí se aloje, a través de un proceso siempre renovado, la posibilidad de una subjetivación responsable, vale decir, que el sujeto en cuestión se responsabilice “de pleno derecho” (Gariglia), no solamente de derecho (o de moral), por su acto.
A todo esto, ¿alguien se habrá preguntado por el respeto a la autonomía del terapeuta?.
Precisemos un poco más; dice el Código de FePRA:
1.- Consentimiento informado.
1.1.- Los psicólogos deben obtener consentimiento válido tanto de las personas que participan como sujetos voluntarios en proyectos de investigación como de aquéllas con las que trabajan en su práctica profesional. La obligación de obtener el consentimiento da sustento al respeto por la autonomía de las personas, entendiendo que dicho consentimiento es válido cuando la persona que lo brinda lo hace voluntariamente y con capacidad para comprender los alcances de su acto; lo que implica capacidad legal para consentir, libertad de decisión e información suficiente sobre la práctica de la que participará, incluyendo datos sobre naturaleza, duración, objetivos, métodos, alternativas posibles y riesgos potenciales de tal participación. Se entiende que dicho consentimiento podrá ser retirado si considera que median razones para hacerlo.
1.2.- La obligación y la responsabilidad de evaluar las condiciones en las cuales el sujeto da su consentimiento incumben al psicólogo responsable de la práctica de que se trate. Esta obligación y esta responsabilidad no son delegables.
Pero también nos dice, en sus “Normas Deontológicas”, que las reglas “no son exhaustivas; no implican la negación de otras no expresadas que puedan resultar del ejercicio profesional consciente y digno”; y que “confrontados con tal situación, los psicólogos deben conducirse de manera coherente con el espíritu de este Código”.
Al respecto señalábamos, anticipándonos, desde el T.D. (R. Nogueira; “Ante la Ley”; 1er. Congreso Provincial de Psicología, Mar del Plata, 1994): “Igualmente provechoso sería, con el tiempo, un seguimiento de la adecuación del Código a las circunstancias novedosas y cambiantes de la realidad que nos convoca, para estimar su eficacia y fundamentar, de ser necesario, su evolución”. Es decir, el Código como un organismo vivo en contacto con la realidad, expuesto a cambios en sus contenidos e interpretación, adaptándose activa y creativamente a los tiempos, como quiere el mismo Código.
Perspectiva del Tribunal de Disciplina.
Desde el T.D. nos alienta una razón práctica que nos hace interesarnos en el tema; vamos a ser nosotros, desde el poder disciplinario conferido por la Ley, quienes debamos expedirnos al respecto; por eso es útil que vayamos reflexionando acerca de estas cuestiones.
En el dictamen correspondiente a una de las causas que entendiera el T.D., D XI, se expresa (1995): “Resulta indispensable...tener en cuenta que la Ley normatiza las responsabilidades profesionales con un nivel amplio de abstracción y generalización, de ahí que las Reglamentaciones y Códigos las tipifiquen para áreas más circunscriptas y específicas. A pesar de esto, el campo de la ética profesional se resiste a una particularización esquemática en su letra, debiendo por lo tanto el T.D., en cada caso, interpretar a su leal saber y entender, desde su más íntima y racional convicción, cuál es el espíritu a rescatar de la norma en cuestión ( en tanto dicho análisis no desatienda o tergiverse su letra)”; y también: “...debemos en estas circunstancias ser especialmente cuidadosos, ya que estamos interviniendo sobre el buen nombre y honor de los matriculados sometidos a nuestra jurisdicción, a quienes debemos asegurar un procedimiento respetuoso y justo, un tratamiento responsable de las causas que pudieran involucrarlos, para intentar lograr que imperen, por nuestra mediación, los criterios de racionalidad, ecuanimidad y rescate del espíritu en que se fundan nuestras normas”.
Desde el margen de libertad responsable que nos dan los anteriores argumentos, el T.D. podrá contribuir extendiendo y profundizando la interpretación de la norma del Consentimiento Informado, a fin que no se soslaye el sentido de su cumplimiento con un simple formalismo defensivo, tal vez iatrogénico; o que su omisión, en los términos solamente generales y puntuales de su expresión (por ej. escrita), no prejuzgue acerca de su cumplimiento efectivo.
Debiéramos analizar, como siempre lo hacemos en la función tribunalicia, el “caso por caso”, desde cada orientación psicoterapéutica (porque todos los casos son diferentes); establecer de qué sujeto se trata en cada práctica; y dejar a criterio y responsabilidad del profesional interviniente el manejo fundamentado de los tiempos, modos, contenidos, interlocutores, cantidad y calidad de información suministrada, oportunidad, etc.
No privar de autonomía a quien justamente aspira a promoverla en sus pacientes, en aras de un cumplimiento que no estaría acorde con las necesidades intrínsecas de su acto, ni con el principio fundamental que anima la regla.
Ni acatamiento acrítico, entonces, ni propiciar un desentendimiento o una desobediencia vacua e inconducente que pudiera incriminarnos.
Lo hemos dicho en otra parte: “Una justicia ciega, pero no por ello corta de vista”.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
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- Calo, O.; “La investigación científica en los códigos deontológicos de los psicólogos argentinos”; en Psicología, Etica y Profesión: Aportes deontológicos para la integración de los psicólogos del Mercosur. (pp 87-104). Orlando Calo; Ana María Hermosilla, Compiladores. UN de Mar del Plata, Facultad de Psicología, 2000.
- Calo, O.; “La interacción del profesional con los códigos”; Revista Argentina de Psicología, Etica Profesional, nº 45, (pp 25-36) Asociación de Psicólogos de Bs. As., 2002.
- Código de Etica. Colegio de Psicólogos de la Provincia de Buenos Aires.
- Código de Etica de la Federación de Psicólogos de la República Argentina.
- Dobón, J; Motta, C.G.; Beiras, I.R.; “Sanción: de la pena al acto. Campo Psi-Jurídico”; Edit. Contemporáneos, Buenos Aires, Arg., 1999.
- Espector, E.M.; Passero, L.B.; (párrafo) “Importancia de la historia clínica y del consentimiento informado”; en “Responsabilidad legal de los profesionales y de los establecimientos asistenciales ante el paciente suicida” (pp 39-46). Desarrollos en psiquiatría Argentina, Año 2 nº 4, Sept./Oct. 1997.
- Fariña, J.; “Etica Profesional; Dossier bibliográfico en Salud Mental y DDHH”, Fac. Psicología, UBA, 1995.
- Hermosilla, A.M.; Di Doménico, M.C.; (párrafo) “Psicoterapia y consentimiento informado”; en “Normativas deontológicas en psicoterapia”; (pp 37-46); Psicología, Etica y Profesión: Aportes deontológicos para la integración de los psicólogos del Mercosur. Orlando Calo; Ana María Hermosilla, Compiladores; Fac. de Psicología, UN de Mar del Plata, 2000.
- Leranoz, C.; “El consentimiento informado en los códigos de ética de la República Argentina”; en Psicología, Etica y Profesión: Aportes deontológicos para la integración de los psicólogos del Mercosur ( pp 47-54). Orlando Calo; Ana María Hermosilla, Compiladores; Fac. de Psicología, UN de Mar del Plata, 2000.
- Mainetti, J.A.; “Bioética Sistemática”; Edit. Quirón, La Plata, 1991.
- Mulder, S.; “Incidencias del consentimiento informado en la práctica clínica”; II Jornadas Nacionales sobre el lugar de la Etica en la Formación y en la Práctica de los Psicólogos. Organiza Fac. de Psicología, UN de Mar del Plata, Nov. 2001.
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